Un abuelo que también ganaba batallas
Un bello día, pasadas las diez de la mañana, el hombre de las experiencias me busca y me llama. Yo estoy estudiando, derramado en entre las sábanas desatendidas de la cama y le escucho llegar. Me palmea la pierna como llamándome desde mi modorra. Quiere hablar, contarme alguna anécdota de su vida, pero tiene que buscarme. Atrás quedaron las fechas en que los mayores eran los jefes de la comunidad y siempre se esperaba sus consejos y veredictos a la hora de la fogata. Ahora, este hombre, como un líder de caravana extraviado en unas épocas totalmente desfavorables para su naturaleza me busca para conversar y yo me recojo de la cama para oírlo.
-Qué pasa abuelo.
Pausado, empieza a relatarme unos de los tantos pasajes que componen su vida y que los años salvaron del olvido para ser contados a los nietos o a esas tardes de soledad en la que está sentado en la sala vacía viendo el también vacío cielo de Lima. Un lugar donde nunca se debe estar para envejecer. Más aún si conociste bien la selva y la sierra peruana como lo hizo él de joven. Lima consume mucho la vida de este público no objetivo que nunca pierde esa cualidad tan provinciana de detenerse en las esquinas a admirar el color y las formas de las flores y los árboles que adornan las casas y las calles en una ciudad de seres acostumbrados y acomodados a la letanía del smog.
Nació en el pueblo de los colorados en Ayacucho: Pampa Cangallo. Siempre supo muy poco de sus padres biológicos y sus familiares. Fue adoptado por un abogado en Ayacucho, a quien acostumbró a llamarle padrino como ahora, cada vez que lo recuerda. Desde entonces sabía bien su historia y comprendía que tenía que hacerse solo. Terminó la primaria, ya podía trabajar y viajó a Lima. Era un hombre y tenía que vivir lo suficiente y lo necesario para ser un buen abuelo.
Así, en la calle aprendió que una persona tiene siempre un nombre completo y una profesión o un quehacer que lo identifica y esos son los datos elementales para nombrar a alguien. Por eso cree –como no podía ser de otra forma- que hoy en día las cosas van mal. Siempre levanta el dedo índice con el resto del puño muy cerrado para criticar alguna mala acción o, en todo caso, alguna buena acción mal hecha. A su edad no le tiemblan las amenazas. Siempre apunta el dedo hacia el cielo como si la suya fuera una amenaza existencial que no la dirige solo al hijo o al padre, la lanza al aire porque es para todos y él, en su calidad bien asumida de abuelo, tiene la licencia para hacerlo.
-Tienen que aprender…
Cuando arribó Lima, empezó a trabajar en el arte de todo lo que pueda realizarse con la madera, es decir, se hizo un carpintero, pero uno completo, «como los de antes». Sin embargo, con el tiempo empezó a sentirse tentado por artes distintas como la política que es cuando empiezan sus grandes vivencias. Sería desde entonces un aventurero de corbata y camisa bien planchada. No como los de hoy. Otros tiempos. Los de antes.
El cuento general para los nietos de la post-guerra mundial, es que todos tenían abuelos que ganaron batallas. Sin embargo, las guerras a mí y a mi abuelo nos sorprendieron lejos, en los libros, y las fechas del terrorismo nunca terminaron por convencerlo para participar en algún bando. Se identifica honradamente como un izquierdista puro, como esos utópicos personajes que creyeron en el relato de Marx, de esos que creyeron aprender los pasos para cambiar el mundo y que encontraron decepciones. Así este hombre si bien no ganó batallas reales, aprendió a hablar bien de la lealtad a sus ideales. Y quizás así lo más parecido a la acción de guerra pudo haber tenido en sus andanzas fue terminar preso por revoltoso y pasar algunos meses en El Sexto y otras estancias.
El tiempo penitenciario lo llevó a dejar la vida política de lado pues esta no daba para comer. Tenía que buscar un trabajo. Alguien, aún ahora no sabe quién, le consiguió uno en una carpintería. Simplemente, un bello día, lo buscaron y le dijeron que le darían trabajo. Siempre existen los cabos sueltos en la vida que en la supuesta recta final tienes y debes atender, y él, ahora, con tantos años a cuesta quiere saber el nombre del samaritano que lo ayudó. Por lo pronto está convencido que fue un izquierdista como él, como los de antes. No caben dudas.
Este nuevo trabajo lo llevó a la selva, a puerto Maldonado y después a Pucallpa, donde el hombre de los ademanes respetuosos, dejó una vez más de trabajar con la madera y derivó en profesor escolar. Entre tanto se había casado y empezaba a tener poco a poco a los siete hijos que tendría en total.
Los años han deshecho casi por completo la rudeza y tosquedad de su forma de ser. Su osquedad como abuelo no pasa de las amenazas al cielo con el dedo pistola. Sin embargo, mucho antes, cuando su esposa, mi abuela, falleció, esperó sin dudar a que mi madre, una niña de 9 años, comprendiera al pie de la letra la situación y se hiciera cargo de los quehaceres de la casa sin chistar y atendiera a sus seis hermanos. Así, aquella niña aprendió desde esos años, a puro error y correazos, a tener la exquisita sazón que ahora él tanto alaba cada tarde.
En estos días, algunas tardes, entre sus viajes por los cuartos de la casa, mientras busca algo que hacer, mientras arrastra los pies y golpea con las uñas de las manos las cosas que encuentra en su camino como para no olvidarlas, me comenta que hace no mucho, un ex compañero suyo le dijo que en el colegio donde él enseñó lo consideraban uno de los mejores profesores que pudo haber tenido ese pequeño plantel inmerso en medio de la selva. Me cuenta mientras ríe y se seca las lágrimas inevitables, más por la edad que por el recuerdo, que ahora es considerado como uno de los fundadores. Su nombre está en una placa y él está orgulloso. Sabe que si ha ganado batallas, como los abuelos de ante, y que felizmente no hay muertos que atestigüen sus hazañas, pero si ex colegas.
…
Si he de recordar algún pasaje de mi infancia que esté relacionado con él, -practicando un poco lo que voy aprendiendo en sus visitas a mi cuarto- es el enigma, y por ende, la magia que significaban las variadas botella de plástico con líquidos de distintos colores y olores que siempre cargaba en sus viajes entre la selva y la sierra donde yo vivía. Nunca pude enterarme bien si eran medicinas naturales o parte de sus herramientas para esas otras artes que también practicaba: mi abuelo era un brujo, o, al menos, había aprendido algo de eso. En una ocasión y en un uso muy profesional del Cuy “descubrió” que a mi padre le habían hecho “maldad”. Fue alguna mujer a la que había engañado. En definitiva una ex amante. Al parecer mi abuelo en estas artes tenía mucho talento: acertó.
Las cosas van cambiando y la edad obliga a dejar algunas etapas atrás, aunque el orgullo arrecia y no se siente bien ver envejecer el cuerpo más rápido que las fuerzas. No es agradable saber que ya no puedes ayudar mucho y que ahora tengas que depender de otros. Sobre todo de los nietos que también, supuestamente, tienen tiempo o la fuerza suficiente para ayudarlos, aunque muy pocas veces la intención de hacerlo.
Este hombre, mi abuelo, Siempre consideró que los modales y el orden son parte esencial de la vida. Sabe que se tiene que comer antes de beber el té o el lonche. Que se tiene que sentarse rectamente para leer o ver la televisión. Es un ferviente defensor del modus legendi de escritorio y no comprende y le parecen malcriadas las variedades del modus legendi que ofrece una laptop. Es el hombre de modales y brujerías, el hombre de utopías revolucionarias sin batallas, el profesor de un colegio después de ejercer de carpintero. Un hombre de lentes, asma y de palmadas en las mesas para cerrar el chiste que ha contado. Él, el profesor Don Casimiro Castro de la Cruz, el último Don de mi familia, se acerca esta mañana a mi cuarto, se apoya con las dos manos en el espaldar de la cama y pensando bien sus palabras como un buen maestro, me empieza a contar un pasaje de su vida de la mejor manera que aprendió hacerlo en todas sus andanzas.
-Un bello día…
Nuevos trazos de los carboncillos
En días en el que una persona puede ser el escultor total de su propia imagen, ¿por qué algunos se atreven a confiársela a alguien que no conocen?
Emilio Siccha lleva una gorra oscura. No es una gorra cualquiera, de esas que solo cubren del sol y del frío. Es una que le cubre de esas miradas excesivas de los curiosos que se acercan cuando -carboncillo en mano- retrata a alguien. O de esos comentarios inoportunos que se olvidan de que él y el modelo de turno los escuchan.
Sin embargo, más que un escudo, este gorro de cacho ancho y ligeramente arqueado, de bóveda redonda y perfectamente calzada, es un símbolo. Uno de supervivencia y adaptación. Un poco de lo que aprende a hacer alguien que entra en el mundo de los ambulantes, como este retratista sin taller: adaptarse y sobrevivir a la calle.
– En realidad, prefiero las “feítas”: son más fáciles.
Para él, un retratista callejero de cincuenta y seis años, de figura esbelta y ojos verdes claros, las mujeres de rostros “finos” son más difíciles de retratar al carboncillo porque exigen menos trazos y sombras. El resultado podría ser un globo inflado con un par de ojos, más apropiado para la escusa de un dentista a un niño adolorido que para el trabajo de un profesional del retrato como Emilio.
Él, un hombre que encontró en las calles ese taller y esa inspiración que no tuvo en otro lugar y por la que apostó desde hace más de veinte años, llegando a acumular una experiencia que ahora lo acompaña y que parte con las tardes de fin de semana en el parque Kennedy, pasando por las acrobacias apuradas para eludir a los policías del Jirón de la Unión, y que continua hasta ahora, en el pasaje Santa Rosa, frente a la Plaza de Armas, bajo un atardecer que cae a lo lejos, a pinceladas y lentamente.
En trazos generales, al igual que el cajamarquino, en el pasaje están apostados otros retratistas callejeros. Algunos más jóvenes otros más viejos. Algunos más rápidos otros más lentos. Unos más a la caricatura otros más al óleo. Algunos de Bellas Artes otros autodidactas. Pero la mayoría de la Asociación de Artistas Gráficos Guillermo Barona, una pequeña agrupación que se formó hace 18 años, bajo el mandato del fallecido Alberto Andrade, y con la que se ganaron el derecho de ejercer su oficio en lugares fijos y bajo una módica cifra de impuesto. Así, después de décadas de nomadismo capitalino, ahora se turnan posiciones cada semana entre la alameda Chabuca Granda y el pasaje Santa Rosa en el cercado de Lima.
Emilio y la mayoría de los retratistas llegan a las diez de la mañana. Todos arman sus talleres portátiles y se sientan estoicos en espera de los rostros del día. Las pausas son pocas: el almuerzo, la merienda y para prestarse una que otra herramienta que hace falta. Siempre el mismo ritual hasta bien entrada la noche. Son, quizás, los mejores testigos de los rostros limeños de los últimos años. Personajes que se asientan al lado de la galería de arte Pancho Fierro, un espacio fundado en honor del gran retratista del folcklore limeño del siglo XIX, y al que ellos van solo unos minutos, de rato en rato y siempre de visita.
Con la noche ya a lienzo completo, los artistas suelen realizar, uno a uno, un ritual típico de su oficio callejero: giran sus talleres portátiles en sus propios lugares en busca de un mejor favor del farol más cercano, o bien acechan si algún compañero de posición privilegiada levanta puesto temprano para relevarlo. Así, estos artistas viven con particularidades muy actuales de un arte antiguo.
Retratar hoy en la calle es como vivir en una constante de tensión y vértigo más propio de un Western hollywoodense antes de una balacera que al trabajo sosegado de algún maestro del arte del renacimiento: las miradas entre el modelo y el artista se vuelven furtivas por los comentarios indiscretos. Todos se miran, se juzgan, se evaden. Un enfrentamiento al que Emilio asiste en calidad de veterano.
– Los peores son los canillitas: si los que ven no les han comprado algo, meten su cara a la cartulina y gritan: ¡no se parecen!
Entre las herramientas que tienen los retratistas – Además del caballete, los cuadros y las banquitas para ellos y los modelos- está siempre presente una caja oscura a fuerza de pintura que hace las veces de cartucheras para sus lápices. No llevan pinceles, los óleos los trabajan en casa y a pedido y a través de fotos.
Así, además de los retratos a carboncillo, se dedican desde casa a realizar los trabajos de escolares que decidieron que este era el mejor camino para hacer la tarea, a retratar a algún académico “ilustre” que desea dejar su marca en alguna gestión. Todo, además del retrato de uno que otro niño o mascota, pues, si bien estos artistas están acostumbrados a trabajar con modelos de poses fotográficas, los niños y las mascotas son un verdadero problema para hacerlo directamente. Algunos retratistas más procaces, inclusive ya tienen la cámara a la mano y lista para el encargo.
Ahora la noche avanza, los retratistas continúan, y los clientes aún llegan. Cada vez menos, pero aún lo hacen, como hace veinte años, como cuando empezó Emilio. Cuando decidió vivir de un curioso arte que devino de la exclusividad de los reyes, del privilegio de aristócratas, y que ahora quien desea lo consigue en el centro de Lima, cerca a un puesto de golosina y a precio de bolsillo. Totalmente adecuado a nuestro tiempo y su particularidad.
– Mira mamá. Mejor que el photoshop. Te han bajado diez años siquiera.
De la literatura después del pasaje
Sobre lo romántico y lo real de vender novelas en los buses y la necesidad de creer que es el mejor lugar para hacerlo
Para Miguel el verde es el color más adecuado y la ruta 36 la más productiva. Son más de las ocho de la noche y él está en un paradero B de la Avenida Abancay, a metro y medio de la puerta abierta de un bus que espera a que la luz del semáforo cambie y que los pasajeros terminen de subir. Miguel acecha la puerta del carro con la misma agudeza que lo hace con el semáforo y sus colores. Cuando el momento se presta lanza dos pasos apresurados, adelanta el maletín y sube al bus como otro pasajero más. Ahora tiene la excusa perfecta para no bajar sino hasta el próximo paradero o más allá. Soplan las puertas, Miguel empieza a trabajar. Sabe que si bien un bus no es el mejor ecosistema para sus productos, quizás si es uno de los más rentables para ofrecerlos.
La estrategia principal en el negocio de vender novelas en los buses, es escoger a uno en el que nadie viaje parado y estorbe la visión de los pasajeros que podrían estar interesados en el título de turno que Miguel lleva en su incómodo maletín, más adecuado para un visitador médico que para alguien que conoce la discreción de una novela. El contacto visual es importante y necesario. La persona que retiene una mirada por más de dos segundos es un comprador potencial y hay que volver a buscarlo varias veces para terminar de convencerlo. Y es que la mirada genera confianza y Miguel lo comprende bien desde esa cualidad adquirida de una persona rehabilitada de vicios juveniles.
– Para la sociedad. la puta y el alcohólico son lo peor y nunca dejarán de serlo, dice. Ahora vende novelas y está convencido de que la literatura puede salvar a las personas.
Un bus es una caja de pandora con puertas retraibles tanto para los que suben como para los que bajan, porque nunca se sabe a ciencia cierta qué es lo que se va a encontrar. Pero un profesional tiene que conocer su ciencia y Miguel tiene estudiadas al dedillo las rutas y las estrategias de su quehacer. Por eso, encontrar a la ruta 36 en un paradero de la Av. Abancay, y con ningún pasajero colgado de los pasamanos, es una bendición que rinde a primeras horas de la noche con una venta de hasta tres novelas en un viaje. La meta del día es de veinte. Así, la 36 viene a ser como un dios mastodóntico, metálico y de ronquido grave. Y el paradero, su iglesia. Aunque solo para sus fieles como Miguel y otros tantos ambulantes sobre ruedas.
El horario impuesto va de diez a diez, y las rutas, aunque suelen ser distintas, tienen un mismo patrón: los paraderos más lejanos y, por lo tanto los primeros, son centros de comercio tan grandes como la conocida Plaza Norte o el legendario emporio de Gamarra. Espacios que generan una vía por donde los ciudadanos, a manera de acólitos infieles, van a perder sus tiempos y su dinero. Un camino al que Miguel atiende con la dedicación de un evangelista que predica la fe hacia autores peruanos y extranjeros, además de la importancia de la lectura y sus beneficios. Hoy en día un producto cada vez más exótico.
En algunas ocasiones se viste de una toga de color distinto e invoca a un dios de una corriente incierta en el paraíso de la literatura, y todo solo por un módico precio de menos de 2 cifras y según lo que dicta el maletín. Y es que a los viajeros de estos destinos siempre se les encuentra con dinero antes de ir a gastarlo o con el sencillo de lo que sobró de la suma preventiva antes de la compra.
– Déjame ver si me alcanza.
Cuando la tarde cae, los tramos se reducen al centro de Lima y sus alrededores. Las rutas de los hombres de saco y corbata, de los oficinistas y estudiantes. Ya de noche, la ruta final se reduce a un paseo corto de ida y vuelta en la avenida Abancay y sus buses grandes y espaciosos donde colocar el gran maletín sin incomodar a nadie y desde de donde, al final, regresar a casa disfrazado de un pasajero más.
…
Miguel empezó a vender en Arequipa donde vivía antes y a donde regresa de rato en rato para de ahí viajar hacia Ilo a visitar a su hijo. Quizás sus cortos años universitarios en la carrera de Derecho lo convencieron de que este era el rubro en el que podría desenvolverse con buenos resultados. No es un improvisado y, aunque en doce horas de viajes y cerca de medio centenar de buses, solo un promedio de veinte personas saben o sabrán que la sinopsis que Miguel hace de la obra que lleva no es un resumen de colegio o de editorial: es un resumen sincero de un lector educado en las exigencias de su trabajo.
Para miguel, Eugenia Grandet, la novela de Balzác, que ahora está leyendo para vender próximamente, no será una obra de avaricia descomunal de una época en que los títulos aristocráticos valían vidas. Fechas en las que las mujeres y sus bodas eran moneda de cambio. No. Esta será una obra de técnicas varias para aprender a ahorrar pero sin llegar a ser, necesariamente, avaros y malvados. Pues Miguel tiene una técnica: lee la obra completa, escoge pasajes y elabora una idea. Todo con el objetivo de hacer que el libro sea lo más agradable y útil para las personas. Es literatura y su objetivo, para Miguel, es hacer que las personas sientan que han ganado algo, que lo que están comprando es importante, y que además sea una venta segura para solventar luego los gastos de casa y demás.
– Hay que saber por dónde darle a la gente, dirá, mientras espera otro bus, como buen profesional de avenidas y paraderos. Es cuestión de estrategia.
…
De cada obra que compra y vende siempre se queda con un ejemplar. Si la vida le ha enseñado a Miguel que un transporte público puede hacer las veces de librería, entonces unas cajas y un pequeño espacio en un ropero podrían, sin lugar a dudas, ser un perfecto lugar para guardar las reliquias personales para próximas lecturas. Y es que cuando se compite con el bullicio de las calles, de cobradores, y las radios a todo volumen, para hablar sobre una novela y la promesa de la lectura (una actividad a la que Vargas Llosa define como exclusiva y excluyente), se aprende a lidiar contra otras dificultades como el litigio de su terreno con alguien que se apoderó de sus papeles ilegalmente, como la hermana en casa y sus vicios, como el hijo a la distancia y la sobrina escolar que no tiene más apoyo que él y sus desubicados autores. En fin, como el prejuicio social que lo obliga a no hablar libremente de su pasado juvenil y sus errores como si se tratase de una enfermedad contagiosa e incurable.
Con figuras como esta en la mente regresa Miguel a su casa por las noches, al lado de una ventana y bajo el amparo del pasaje reglamentario. Entre sus rutinas también se cuenta la de dormir en medio de una lectura. Aunque, por estos días, con el aviso de una posible construcción en su terreno por parte del invasor, la preocupación le ha llevado a dejar de lado la irrealidad de sus autores para ponerse a pensar en los posibles movimientos que tendrá que hacer para no dejar que el invasor se quede con todo el terreno. Está conversando con Abogados y ex compañeros universitarios para armar así su venganza. Quizás no es casualidad que el título de turno en su maletín por estos días sea “Grandes Miradas”, la obra del autor Alonso Cueto en la que se narra la historia de la venganza de una mujer que quiere acabar con el responsable del asesinato de su pareja: “El Doc”. Una obra basada en la realidad y ambientada en las fechas de corrupción y asesinatos del gobierno de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. No sería muy descabellado pensar en que quizás Gabriela Celaya, la protagonista principal de la novela, haya maquinado gran parte de su venganza en cualquier bus de regreso a casa.
Y es que un bus de transporte público, así como una novela, es una promesa incierta de aventuras y desventuras. Un bus puede ser para algunos un instante quieto. Una pausa al ajetreo de la ciudad, un lugar donde se resuelven a deshora las preguntas de un examen, uno donde se sale de la presura con el maquillaje de cartera. Un lugar donde se puede estar muy solo a pesar de estar muy acompañado. Un bus también es una posibilidad más que un problema. Una oportunidad más que un tiempo perdido. Un lugar perfecto para vender novelas y para leerlas.
Así empezó a vender Miguel: resolviendo su pasado después de lecturas y con el apoyo de la ventana de un bus. Así se acompañó de Werther, el joven enamorado de la obra de Johann Wolfgang von Goethe que no puede conseguir a la mujer de la que se enamoró porque ella está casada con otro hombre. Así la obra que en su momento, se dice, llegó a generar una ola de suicidios en Alemania y a su vez abrió el paso al romanticismo, a Miguel, un peruano ambulante del centro de Lima, le ayudó a sobrevivir a su pasado cuando este era presente. Y es que hay que ser un romántico real para atreverse a vender novelas en un bus de transporte público y creer que es rentable en una época en que la gente lee cada vez menos. Se tiene que alzar la cabeza sin vergüenza y decir con certeza de licenciado:
– Es que Werther es el héroe del amor.
San Marcos, Ketín Vidal y unos malos recuerdos
San Marcos condecora al héroe caído del Perú con la medalla de Honor Sanmarquina y lo hace en el grado de Gran Cruz. Otros sanmarquinos, heridos en el mismo honor, esperan que sea una cruz de tamaño personal y que le calce bien. Yo, mientras tanto, veo reducido mis esfuerzos universitarios en menear la mano en trabajos de protocolo. Espero, como mínimo, poder acompañar a Vidal a su monte Calvario, cuando esto termine. Mientras tanto, la ceremonia.
Es viernes y los últimos minutos de la mañana terminan por consumirse y empieza el achicharradero. Ketín Vidal llega a tiempo, como buen policía, y después de cruzar el umbral de la puerta principal de La Casona espera ser conducido a la habitación de la ceremonia. Siendo yo el único representante que se encontraba en ese momento, no tuve otra alternativa más que encorbatarlo a la fuerza y guiarlo con una sonrisa de cera a su destino.
-Por aquí, doctor.
Después de superar la pileta principal de la casona, que será un dolor de cabeza en toda mí faena, debido al incomprensible afán de los invitados de flanquearla por el lado que no se les indica, guío a Vidal a la capilla del local. En la hora del infierno, alguien como Ketín Vidal toma un descanso en una capilla. En fin, él sabe bien que ante cualquier situación la “ceremonia” debe continuar. En el 2001 su amigo, a quien antes le había sido <<leal>>, regresaba al Perú preso y él tuvo que ir a Iquitos a recogerlo. Subió al avión, se sentó delante de él y en todo el viaje hasta Lima no volteó ni un instante. Tenía que llevarlo a prisión. La ceremonia debía continuar. Vladimiro, su amigo, sonreía.
El rector de la universidad llega y se escapa de mis saludos. Al menos tiene el buen tino de cortarme antes de salir de la sombra en la que me guarecía y desde donde acechaba a todo aquel enternado que ingresaba a la casona para guiarlo a su círculo. Tratándose de la ceremonia de condecoración de Ketín Vidal, sabía que el didáctico manual de Dante Alighieri sería de gran ayuda. Uno comprende mejor como ir ubicando a los invitados.
Una vez empezada la ceremonia el DR. Francisco Miro Quesada Rada, profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la universidad (dependencia académica que promovió la condecoración), se acercó al micrófono y narró, un poco, la historia de su amistad con Vidal, además de varios pasajes de la “duda Ketín Vidal”.
Después, al terminar su disertación, el Doctor hizo una leve observación a la que todos los asistentes aplaudieron al unísono: “El señor Ketín Vidal está libre y todos sus perseguidores están en prisión”.
– Y sobre todo trabajé con lealtad, con lealtad, siempre
Fue como si después del discurso del Dr. Miro Quesada, esta frase que Vidal le dijera a Montesinos, resonara por todo el antiguo recinto.
Después de un canto más del Coro, que quizás fue lo más sincero que se oyó a lo largo de la ceremonia, Ketín Vidal, o el Dr. Vidal, en este caso, hizo uso de la palabra para agradecer la condecoración que le hacían. Terminó diciendo, que estaba muy agradecido y que era un orgullo para él que la Universidad – o su Universidad, como dijo él- condecorase a “su más humilde servidor”. Nada más orgulloso. Después, se dispuso a recibir abrazos y a fotografiarse con todos los asistentes que desearan una a su lado.
Así terminó la ceremonia y los invitados, entre los que se encontraban desde el Monseñor Bambarén, el fundador de la revista Caretas, Marcos Zileri, pasando por el Ex ministro de Energía y Minas, Carlos Herrera Descalzi, hasta el mismo Vidal, se reunieron fuera del Salón General a comer unos bocaditos. El recinto iba quedando vacío y en el dintel del portón colgaba un letrero lejano y opaco en el que se podía leer la leyenda: prohibido fumar. Considerando la reunión de un católico, un periodista, un político, y un policía, el letrero se leía, de alguna manera, como una metafórica advertencia no atendida.
(La ceremonia se llevó a cabo el 8 de Febrero)
Travesías de una niña responsable
Después de una orden. Todo viene después de una orden.
Escucha la voz de su mamá desde lejos, desde otra dimensión, una dimensión más cuadrada. Esconde su cabecita de todas esas otras dimensiones también cuadradas que van atrás, despega las manos del espaldar del asiento y se inclina levemente acercándose a la gran sombra que tiene a lado.
-¿Qué mamá?
-Siéntate, te vas a caer.
Voltearse, de por si, es un gran afán, lo demuestra ella al convertirse en un animal que duda en quedarse bípedo o volverse cuadrúpedo. Se encuentra en una duda que le cuesta el equilibrio, pues el auto no se detiene y ella rebota hasta darse vuelta. Mientras oye rebuznar a la gran sombra a su costado, ella busca acabar con el vértigo que le produce intentar sentarse en ese asiento-sillón-cama-potro salvaje. Los intentos son infructuosos: una mano, otra mano, una mirada a mamá, otra vez una mano, un pie involuntario, dos nalgas, un temeroso gemido. Tarea realizada. Orden cumplida. La sombra se achica.
Abre un chupetín y se apoya con una mano. Se lleva el chupetín a la boca y se apoya con la otra mano. El asiento-sillón-cama-potro salvaje aún está inquieto. Gatea y apoya las costillas el hombro y las rodillas en el espaldar, para tener más seguridad, pero igual es vencida. La sombra crece. Se arrastra hacia la orilla -tarea difícil ahora que solo tiene una mano- y se apoya en sus rodillas. Un bache, una curva y otro bache, y tiene las piernas encima y solo una mano. La sombra gruñe. Ella salta y sacude el cuerpecito entero como un espasmo de vencido, y gruñe. Pequeña, diminuta sombra.
Con la cara baja y el chupetín ahorcado por sus dientes flojos se siente cómoda. El asiento ya no es sillón, ya no es cama, ya no es potro y mucho menos salvaje. El espaldar se levanta en el mismo punto donde ella se dobla. Se estira y abre sus piernas, levanta la cabeza, levanta una mano, coge el chupetín y sonríe. Pero la sombra crece, esta vez amenaza, extiende un pseudópodo y le coge una mano, extiende otro y le envuelve la cintura y se la engulle sin mordiscos.
-¡Baja Bayovar!
Sobre la novela El botín de la buena muerte
Utilizar hechos o épocas históricas para realizar un novela, no convierte a la obra en una novela histórica necesariamente. Una novela histórica acomoda su trama a una determinada etapa de la historia, y, sobre todo, respecta los factores sociales y culturales que configuraban la vida de los años elegidos. Tal y como lo hace el profesor Jorge Rendón Vásquez en su primera novela El botín de la buena muerte. Una novela que además de ser histórica es de corte realista.
Una novela histórica de corte realista utiliza a la realidad como una escusa y no como un medio, como lo hicieron muchos románticos. Se basa de la realidad y entreteje una trama relativamente independiente y sin ‘héroes’ claros. El profesor Jorge se desplaza en esta ‘rama’, pues utiliza a sus personajes históricos como elementos críticos de unión de las diversas historias que se confunden, mezclan, y hasta se superponen a lo largo del casi medio millar de páginas.
La novela ofrece una trama agradablemente compleja y bien estructurada, aunque decae en algunos pasajes en los que el profesor se ve obligado a incorporar a algunos personajes que no tienen mayor incidencia en el desenvolvimiento de la novela, y que siempre están dispuestos a sacrificar su ‘crecerse’ a favor de los personajes relevantes. Un ejemplo particular de ello es el caso del personaje Juana la boliviana que ayuda a Erasmo cuando se encuentra deportado en ese país. El personaje de esta boliviana no se ve más desarrollado, y puede demostrar, quizás, una ligera desesperación ante el peso del proyecto.
Otro punto en el que cae la novela se encuentra en el final de la historia de Olivia: no tiene ningún sustento en cuanto al desenvolvimiento de la novela que justifique el acercamiento entre Lucilo, el chofer, y ella, la esposa del jefe. Este aspecto,me parece, cae en un cliché.
Sin embargo, y a pesar de este último aspecto, que demuestra, también, lo ambicioso del proyecto, la novela resulta de una gran calidad y complejidad: Una constante lucha de intrigas, mentiras, honestidad, templanza, y redención.
Si no se dice más es porque el aspecto que -a mi parecer- es el bueno, se tiene que leer. Yo no tengo el talento del profesor Jorge, mejor que se los cuente él.